Un escritor experto busca, organiza y desarrolla ideas, evalúa
y revisa, sabe adaptarse a diferentes contextos situacionales y tiene
conciencia del lector. El aprendiz, en cambio, rellena páginas con palabras, sin releer ni
revisar nada. Eso es más o menos lo que cuenta Cassany en La cocina de la escritura que surge de algunas investigaciones
realizadas en los años setenta.
Esa parte de la humanidad a la que pertenecemos (yo, que estoy escribiendo
y vos que me estás leyendo), cree que desde la infancia sabe leer y
escribir. Bueno, no es tan así… Si bien es cierto que sabemos descifrar un
código, y lo usamos para comunicar por escrito con otras personas que lo
comparten (los hispanohablantes, la maravillosa lengua española), no quiere
decir que sepamos leer y escribir bien.
La escritura no es un proceso ordenado. Tenemos la suerte de contar con los
procesadores de texto, que nos permiten borrar, insertar y organizar a medida
que escribimos o plasmamos en letras
nuestras ideas. Vamos para adelante y para atrás, releemos, cambiamos, tratamos de ponernos en los
zapatos (o más bien en los ojos) del lector. Cuando terminamos de escribir llega
la última etapa del proceso: la revisión
y la corrección, que hacen la
diferencia entre un texto legible y uno ilegible, entre uno comprensible,
claro, agradable, y otro retorcido, oscuro, difícil y desagradable.
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Sin embargo, parecería
que perdemos tiempo si nos ocupamos de
la
relectura y la autocorrección, que debemos publicar o enviar enseguida (redes, celular, e-mail) lo que escribimos. La posibilidad de
comunicación inmediata nos acelera. Pero ¿cuál es el apuro en realidad? A lo mejor deberíamos detenernos
cada tanto y respirar un poco. Con nuestro texto adelante,
leer de manera consciente y reflexiva, teniendo a nuestros hipotéticos lectores
en la mira y tratando de colaborar con ellos. No seríamos expertos todavía,
pero empezaríamos a salir de la categoría de aprendices.